Hace días fui por un jugo de mora al Parque de las Flores, el que queda en la avenida Venezuela a la altura del CitiBank.
Imaginé que así debe oler el cielo. Hay aproximadamente 47 módulos en los que se venden distintas especies de flores, aquellas delicadas partes reproductivas de las plantas espermatofitas o fanerógamas.
Admito que poco me gustan. Sí, son bellas y fragantes, pero el centro del girasol parece un estropajo y me recuerda no sé por qué, ese rapé mariposa con el cual tengo serios traumas, y los cartuchos, tan raros y duros, que me cuesta entender por qué son tan apetecidos por las suegras y solteronas en los protocolos nupciales. Y no me refiero al blanco de su hoja.
Sin embargo siempre me agradaron los tulipanes. Quizá porque nunca he sentido el olor que se desvanece lentamente tras su muerte, como si Dios los hubiese puesto para recordarnos lo efímero de la belleza y de nuestra vida misma. Por eso no disfruto de sus pétalos frágiles, desprendidos uno a uno por enamorados y despechados, o bien, marchitos en los adioses de las coronas fúnebres.
Al pagar el jugo caminé por ese espacio, no tan grande, que comparten sujetos que expiden actas y extrajuicios con sus máquinas de escribir. Vendedores de minutos, de jugos, de tintos, de celulares, todos bajo la sombra del gran árbol de bonga que protege a sus frágiles compañeras.
“Ellos no tienen porqué estar aquí, están informalmente. Los de las máquinas y otros están dentro del parque pero no pertenecen a la corporación”, me comentó Alfonso Reyes, presidente de la Corporación de Vendedores de Flores –Corvepaflor- mientras terminaba su almuerzo.
Según Reyes, el parque fue organizado en 1983 por varios comerciantes que se dedicaban a la venta exclusiva de flores. Francisco Julián Lopera es uno de ellos. Su floristería Isis es de gran tradición en el sector.
“El 30 de agosto, hace cinco años, pasamos a ser vendedores formales con la remodelación del parque que tiene 47 módulos, entre los que entraron hace pocos años, 10 ventas de jugos y de discos”, asegura Lopera. Y seguí mi recorrido por el tramo central del parque.
Ahí estaban las margaritas, los lirios, violetas, jazmines, pompones y claveles, cada una con un colorido especial, esperando ser compradas. Se pueden conseguir flores de quinientos pesos -un girasol-, hasta los arreglos más elaborados que pueden costar 20 mil pesos, dependiendo de su complejidad.
“A nosotros nos gusta ayudar a la gente, cobramos barato”, decía Marlene Martínez, de la floristería Marle. “Compran mucho para matrimonios, primeras comuniones, arreglos, centros de mesa y decoraciones”, y por un infortunio rutinario, flores para despedir a un ser querido. Algunas de ellas mueren sin ser compradas, por eso también las venden sintéticas.
Marlene arreglaba unas rosas. Las regaba y cercenaba sus porciones marchitas. Una señora preguntaba por claveles que la “seño” de su hijo le mandó a comprar. La morena se decidió por las rosas. Aquellas rojas me traían un recuerdo.
Lavaba los platos a eso de las seis. Cumplía meses con él. Por tanto esperaba algo especial. A mí me dieron rosas. Un ramo de unas doce envuelto en un papel tornasolado y la sonrisa de él esperando mi rostro sorprendido. Lo más que pude hacer fue regalarle un beso y unas gracias de cartón.
Mi madre cuidó de ellas. Las metió en un jarrón con agua. Debió ser de esa que se trae de la Iglesia pues aquellas rosas vivieron hasta estos días, cuando por vainas del partido liberal -como dice mi papá-, sacudía ese libro empolvado que entre sus páginas conservaba la fragancia tenue de la flor que un día creció, y tiñó de carmín las hojas que se la llevaron e hicieron de ella un fósil perfecto.
Pareciese que esa rosa me esperaba todos estos años. Cuando tomé su tallo inerte, toda la gracia se desplomó. Las flores viven de amor. Ella percibió el sinsentido de su prolongación en esas hojas, que ya no eran más el recuerdo de un viejo amante. Y al sentir esa soledad, ese olvido por el otro, no tuvo más remedio que echarse a la muerte, ahora sí para siempre.
Por eso me resisto tanto a ellas. A ese encanto que desaparece tan rápido como el amor. La próxima vez que reciba una flor, ojalá obtenida de ese parque fragante, espero que sí sea para siempre.