martes, 27 de julio de 2010

Lo que nos falta


Llevo días pensando en lo mismo. En las crías que sin razón aparente brotan de unos vientres empreñados, no quiero afirmarlo, por irresponsabilidad. Imagino su suerte. Lidiar con hermanos enésimos y una madre que inevitablemente seguirá pariendo hasta que el Estado se invente un incentivo por desconexión falópica. La mía me tilda de áspera, y lo lamento, pero es que no se me ocurre algo que describa mejor -a pesar de muchos conocimientos en mi haber- los cinco años resumidos dentro del diploma de Comunicador Social que recibiré esta semana, y que podrá compartir como logro con sus compañeras de iglesia. Mientras eso pasa, me ocupo leyendo unos documentos sobre pedagogía que remiten a mi experiencia con los docentes, las veces que los confronté, por simple rebeldía, con la indiferencia de mis compañeros de fondo; y a la vez pienso en éstos, y en el deseo apremiante de acortar los minutos de clase y lecturas que sentimos, entre muchos otros, cuando Francisco del Factor X tarareaba en dos horas su fijación por Hobsbawn. De seguro el problema no es la Universidad, ni el programa, con todas las acreditaciones y las evaluaciones invictas que se rellenan a-conciencia previo a las matrículas. El problema no son docentes de notas complacientes, respuestas flojas y tan o más absolvedores –de plagios- como Ordoñez; algunos de éstos sólo llegan hasta donde las normativas sugieren, con énfasis en la parte del cobro. Docentes que se venden, e ignoran que puedan aportar significativamente al curso de la vida de muchos críos alborotados, algunos celosos y egoístas con los conocimientos que han cosechado de millonarias inversiones en especializaciones y maestrías –reflejadas en sueldos-; aquellos que ven en la docencia un potenciador del ego que adorna su templo de certificados. El problema no son esos malos, aunque sean una razón determinante en la desmotivación escolar. -En estos momentos el texto ya no es solo inspirado en mi caso, en un frentero harakiri a mi credibilidad como comunicador- La cuestión está en que los buenos docentes, contados y valiosos, sigan alcahueteando -sin afán de subestimar-, a profesionales sangrosos, término medio, llámese colegas o alumnos, en complicidad con el lamentable estado precario de nuestro sistema educativo que poco privilegia elementos “elementales” como la investigación, que nos separa años luz de los esquemas de enseñanza en sociedades con claros niveles de desarrollo –que inclusive promueve-. Si haces un ejercicio, a nadie parece importarle investigar; ello encaja en las últimas opciones laborales después de la docencia en condiciones de llevadera. La investigación es campo exclusivo para fanáticos. Uno estudia para tener un trabajo con el que pueda pagar sus créditos –o salir del país-, es el imaginario que se nos enseña sobre el proceso educativo que te otorga un estatus en la vida por defecto de acumulación de cartones y verdes. De todo este conjunto de cosas se consigan, por ejemplo, médicos sin tacto, insensibles ante los trozos de carne parlantes que dejan de curar por billete; abogados, políticos y similares que viven descaradamente del erario público, y en otras esferas, profesionales de la guerra que acumulan permisos y medallas matando civiles. Y eso que incluyo ejemplos de gente que ha surgido en la vida porque se graduó. Después de todo, el asunto crucial está en la calidad de la educación que recibimos. Mientras ella no sea objeto de evaluación –y reforma- por parte de instituciones competentes, y en tanto docentes y estudiantes no tomen conciencia –y pasión- por su ejercicio, seguiremos jodidos recibiendo crías sangrosas al granel. Lo que nos falta puede cambiar sustancialmente con la aplicación de una banalidad, investigar.

jueves, 3 de junio de 2010

Apuesto por la prensa escrita


A veces desisto. Me volvió a pasar el domingo cuando el discurso de un Santos glorioso y la sordidez de un pueblo fanático, indiferente, acabaron con lo poco que me quedaba de hambre. Tragué a medias desde que agradeció a su tocayo Rendón y le reiteró su triunfo al magnánimo, no Uribe, sino a un Dios que alejó de las urnas a muchos que meditaron el gobierno de un loco que irrespetó el sacramento matrimonial desde un circo, que pagaría poco a quienes debieran curar desinteresadamente, y que prometió subir los impuestos sin restringir la honestidad de sus pantalones caídos.


Qué fácil le quedó a J.J., pensé, mientras recordaba este último mes una serie de rumores sobre otros candidatos, que se camuflaron entre los debates en horario triple A tan fulminantes en la decisión de voto de la mínima porción de colombianos que lo ejercimos. Pero ganó en primera vuelta Santos con el respaldo de ciertos amigos cercanos y me dije, coño, de qué vale haber estudiado; de qué vale estar informados si acaso lo estamos entre planetas, prisas, terceros canales, censuras y artimañas de la maquinaria parapolítica. Y por un rato traté de ponerme en los calzones de quienes le respaldaron para saber por qué diablos votaron por él; por Uribe? por haber liberado a Ingrid? o por los más de tres mil pobres que erradicó su gestión en Soacha y en otras tierras hostiles, sin mencionar otras perlas. Y así, cambiando de canal, llegó mi respuesta.

La gente en este país le cree más a ese aparato, a lo que dice y a lo que deja de decir. A ese monopolio que le están subastando nuevamente a quien más aporte en verdes. Al televisor infaltable de cada hogar colombiano, aparato que transmite gratis sin discriminación geográfica por lo menos un canal regional y uno privado. Televisión democrática de pocas franjas informativas y demasiadas soup operas, si se atiende a los problemas de transmisión que supone el servicio abierto y la escasez de ofertas atractivas para un público que exige cada vez más contenidos de entretenimiento, como una posible nueva temporada del reality congresista con la gente del PIN. Televisión que silencia con el cierre de medios como Cambio, pero al fin y al cabo nuestra televisión estatal.


Y paso nuevamente de canal mientras Juan Manuel sonríe glorioso con su cuero tieso del botox a una multitud enardecida. Ignorancia o corrupción, se me ocurre. Ante este analfabetismo mediático, este apego a lo audiovisual, y esa sumisión especial a la televisión que te despierta con la voz de Jota Mario y te acompaña hasta el vilo con concursos de media noche, he pensado seriamente que lo único que nos hace falta, entre toda nuestra indiferencia, es leer un poco más allá de las tablas de calorías y horóscopos. Lectura de la cual desisto en días como ese, donde una mala propaganda basta para convencer.


Para qué escribir si a nuestro intelecto lo supera un televisor. Quizá siga creyendo en el poder de los buenos textos. En la pluralidad, credibilidad, en la independencia y en la movilización social que puede contener una sola columna o un buen reportaje. En el placer que me causa creer que, por lo menos, no estoy tragando entero en el almuerzo con el guiño de Vicky, porque hay otras personas esperando entre páginas que me han guiñado, sino con la verdad, con evidencias. Porque yo decido qué leer, por independencia y seriedad, y porque aún tengo esperanzas en quienes sólo discuten con argumentos de RCN, por eso le apuesto a la prensa escrita.