Nuestra peye actualidad le apuesta a que uno no termine trabajando en lo que le guste, ni estudiando lo que le plazca. Mi hermana, preséntese en la Universidad de Cartagena, no hay pa’mas. La cartera limita este deseo hedonista. Más gracias doy pues a pesar de sus fallas escogí lo que me gusta, el periodismo y las letras, y asisto a un taller maravilloso sobre cine que me capta con intensidad cada tarde de miércoles.
Del taller no tengo quejas. Quizás la única es que no tiene la extensión que se merece. El cine no se puede apreciar en un semestre, hay tantos filmes bellos por explorar que se excluirían en esas dos horas semanales. Hasta ahora hemos palpado el gusto exquisito de Winston y su afición por el cine italiano. Sería rico explorar otros filmes, más allá de los que se ven en TV cable o en cartelera, claro que esto exigiría la apertura de un nuevo cine club, la posibilidad insaciable de matricular el mismo curso cada semestre, o un mayor compromiso de parte de los asistentes, de prolongar el taller a nuestras casas.
En esas tardes conocí la belleza de Cinema Paradiso, y el aroma cómico y costumbrista de una vieja Italia que hoy huele a rancio, o a la impactante historia de Oldboy que me predispone con esas culturas orientales, de las que emerge tanta violencia visual.
Es que el cine tiene un gran poder psicológico. Es capaz de conmover y generar prejuicios. A cuantos les parece agresivo escuchar el idioma alemán? A mí por lo menos. Y no tiene razón lógica mi prejuicio si el mayor contacto que he tenido con esa cultura ha sido cinematográfico. Con esa imagen de un niño que se sumerge en una letrina llena de mierda para que no lo encuentren los nazis en la Lista de Schindler, y todas las cintas que he visto del holocausto, creo que se ha creado cierta predisposición. Igual que cuando muchos sienten temor por los árabes, o cuando se disfruta de la violencia a la que nos han acostumbrado visualmente. El cine muestra y configura la realidad.
La semana pasada vi un cadáver. Estaba decapitado en la avenida Pedro de Heredia, en medio de sus vísceras y su charco de sangre. No sentí nada extraño. La vida es nada, me dije. Y seguí en mi taxi, con mis compañeras que se morían por tomarle una foto al muerto, en medio de una multitud que corría para ver el espectáculo, para saciar su morbo, sin una sola lágrima. Es eso normal? Nos hemos acostumbrado a celebrar la muerte como espectáculo diario y a rodar fotos y videos de masacres y accidentes como el café de la mañana.
¿Los medios audiovisuales nos han amaestrado para eso? Tan jodido está el mundo.
Del taller no tengo quejas. Quizás la única es que no tiene la extensión que se merece. El cine no se puede apreciar en un semestre, hay tantos filmes bellos por explorar que se excluirían en esas dos horas semanales. Hasta ahora hemos palpado el gusto exquisito de Winston y su afición por el cine italiano. Sería rico explorar otros filmes, más allá de los que se ven en TV cable o en cartelera, claro que esto exigiría la apertura de un nuevo cine club, la posibilidad insaciable de matricular el mismo curso cada semestre, o un mayor compromiso de parte de los asistentes, de prolongar el taller a nuestras casas.
En esas tardes conocí la belleza de Cinema Paradiso, y el aroma cómico y costumbrista de una vieja Italia que hoy huele a rancio, o a la impactante historia de Oldboy que me predispone con esas culturas orientales, de las que emerge tanta violencia visual.
Es que el cine tiene un gran poder psicológico. Es capaz de conmover y generar prejuicios. A cuantos les parece agresivo escuchar el idioma alemán? A mí por lo menos. Y no tiene razón lógica mi prejuicio si el mayor contacto que he tenido con esa cultura ha sido cinematográfico. Con esa imagen de un niño que se sumerge en una letrina llena de mierda para que no lo encuentren los nazis en la Lista de Schindler, y todas las cintas que he visto del holocausto, creo que se ha creado cierta predisposición. Igual que cuando muchos sienten temor por los árabes, o cuando se disfruta de la violencia a la que nos han acostumbrado visualmente. El cine muestra y configura la realidad.
La semana pasada vi un cadáver. Estaba decapitado en la avenida Pedro de Heredia, en medio de sus vísceras y su charco de sangre. No sentí nada extraño. La vida es nada, me dije. Y seguí en mi taxi, con mis compañeras que se morían por tomarle una foto al muerto, en medio de una multitud que corría para ver el espectáculo, para saciar su morbo, sin una sola lágrima. Es eso normal? Nos hemos acostumbrado a celebrar la muerte como espectáculo diario y a rodar fotos y videos de masacres y accidentes como el café de la mañana.
¿Los medios audiovisuales nos han amaestrado para eso? Tan jodido está el mundo.