Ayer mi vecina salió enmascarada con su vestido carmesí. No sé su nombre. La señora lleva un par de meses viviendo en esa casa que parece estar rezada y que divierte a sobremanera a Doña Miriam, que tantas veces barre su puerta así el sol más fuerte calcine las hojas de mi palo de mango, esperando que la terraza del frente se engalane con los nuevos inquilinos.
No es que esté pendiente de la vida de mis vecinos, pero Miriam solía postrarse en su ventana a contemplar mientras comíamos, cuando había visita, cuando no.
La vecina nueva llevaba la misma máscara que aquellos transeúntes esta tarde en el centro amurallado, temerosos de la Gripe Porcina. “Dios nos ha mandado un nuevo arca”, decía el Padre Omar en su prédica dominical sobre esta pandemia inminente que se presume ha exterminado en México a 150 personas.
En Colombia sospechan doce casos. Dos de ellos en Cartagena. Mi madre me advirtió ayer que tuviera cuidado con esos gringos que visitaban el almacén. “Debes evitar una mala hora”, mas el teléfono timbró después de que un par de californianos comprara medio millón de pesos en una ropa made in Colombia que de colombiana solo tiene la etiqueta.
Miriam debió estrenar máscara hoy. Dicen que nunca es feliz con lo que tiene. La anterior inquilina de la casa de al lado, La Mona, vio cuando el hijo de Miriam intentaba estropear sus neumáticos por haberse parqueado en el espacio que ocupa su carro invisible. Bueno, eso me dijo ella entre el humo de su cigarrillo nocturno. Los paisas tampoco duraron más de un año en esa casa. Los hombres llegaron con un cardumen motorizado en esos tiempos en que el fleteo y la Mototaxi eran la novedad. Uno de ellos fue muerto el año pasado.
Los animales están en rebelión. Primero las aves, ahora los cerdos que tanto aromatizan los pasteles y las calles achicharronadas. El virus de la Influenza Porcina resulta alarmante por su fácil propagación y su cuota de mortalidad. Quizá nunca entendimos el mensaje de esa última mirada compasiva en el matadero.
Mi madre regresó en la noche con cuatro tapabocas. Algo tienen en común ella, Miriam y la nueva vecina. Y es el miedo a una muerte anunciada. A que si quiera las toque una gota del diluvio universal de esa Influenza que ataca por azar. La vecina ya comenzó a cuidarse de los porcinos y de la escoba envidiosa de la centinela de enfrente.
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